domingo, 17 de enero de 2010

Crónicas Moriscas (y III). El Rey Alhamar

Busto del Rey Alhamar, Arjona (Jaén)

Las últimas veces que nombra Washington Irving Granada en “Crónicas Moriscas” es para hablar de la fundación del reino por parte de Muhammad ibn Nasr, más conocido como Al-Ahmar (el rojo) apelativo que le fue dado por el color de su pelo. Nacido en Arjona, de noble familia, fue nombrado alcaide de dicha ciudad, de Jaén y de Porcuna recién cumplida la mayoría de edad. Dice W.I. que a la muerte de Aben Hud, último rey de Al-Andalus, Alhamar acaudilló en torno así gran parte de los dominios árabes de España “siendo aclamado como el único que podía salvarles del aniquilamiento”. Al Entrar en Granada fue proclamado rey, el primero de su linaje, de “unos dominios que se extendían a lo largo de la costa, desde Algeciras casi hasta Murcia, y tierra adentro, hasta Jaén y Huéscar”. De su carácter dice que “se distinguió por la justicia y benignidad de sus actos, era así mismo intrépido y ambicioso”.

Son varios los capítulos en los que aparece su figura, ligada a las relaciones con los reinos cristianos regidos entonces por importantes figuras históricas: Jaime I, el Conquistador en Aragón y Fernando III, el Santo en Castilla. Sobre todo con este último, protagonista principal de las historias narradas en esa parte del libro, será con quien más encuentros y desencuentros tenga Alhamar. Uno de los hechos más importantes de esta narración es el asedio y toma de Yayyan, nombre árabe de Jaén, unos de los bastiones más importantes del nuevo reino. Cuenta W.I. que, tras una incursión de las tropas cristianas en el reino granadino para asolar las tierras en 1245, Fernando III decide por consejo del Gran Maestre de Santiago Pelayo Pérez de Correa asestar un golpe de efecto a Alhamar poniendo cerco a Jaén. Seguro de la inevitable caída de la ciudad dice que se presento el monarca nazarí ante el castellano diciendo “Ved en mí al rey de Granada. Estimo que toda resistencia será infructuosa, y he venido, confiado en vuestra magnanimidad y buena fe, a ponerme bajo vuestra protección y a reconocerme como vuestro vasallo”. Sorprendido por la generosidad de su rival, Fernando dejó en posesión de sus dominios a Alhamar a cambio de una renta anual y la entrega de la ciudad de Jaén, en la que “entró triunfante el último día de Febrero”. Esta sumisión le valió la animadversión entre algunos de los soberanos musulmanes ya que además estaba obligado a ayudar a Castilla en sus guerras aportando jinetes, como más tarde sucedería en las batallas contra el rey taifa de Sevilla. Así fue como salvó Alhamar su reino, perdiendo la inexpugnable plaza de Yayyan que desde entonces fue, como reza su escudo, “guarda y defendimiento de los reinos de Castilla”. Dice W.I. por último que, avergonzado por la obligación del vasallaje, volvió Alhamar a Granada en donde con la paz asegurada se dedico a las artes, mejorando y embelleciendo la ciudad y comenzando la construcción de la residencia palatina de la Alhambra. La verdadera historia de estos hechos carece quizás de actitudes caballerescas como las narradas, pero no olvidemos que los grandes héroes también son hombres. Irving los reviste nuevamente en estos pasajes del romanticismo al que nos tiene acostumbrados.

Alhamar y Fernando III

Alhamar, de cuya figura queda mucho por conocer, tiene el honor de cerrar el último capítulo de Crónicas Moriscas que trata la muerte de Fernando III, en mayo de 1252. Así dice el último párrafo:

“Cuando Alhamar, el rey moro de Granada, supo su muerte, ordenó grandes demostraciones de duelo en todos sus dominios, y anualmente, mientras él vivió, siempre acostumbró enviar un grupo de caballeros moros con cien cirios para asistir a sus exequias”.


Castillo de Santa Catalina, Jaén

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